jueves, 28 de enero de 2010

EXTREMADURA BAJO LA INFUENCIA SOVIÉTICA (XI): FUENTE DE CANTOS




Ilustraciones originales del libro de Rodrigo González Ortín

XV.- El incendio de la Iglesia de Fuente de Cantos, destinada a prisión, y dictámenes de las autopsias realizadas en los cadáveres de las víctimas

Cabeza de partido judicial, villa con unos 11.000 habitantes: a 15 kilómetros se encuentra su estación más próxima, Usagre-Bienvenida, en la línea Mérida-Sevilla. En la Carretera de Pallares, pasando por Montemolín con enlace en la de Castuera a Ventas de Culebrín. Está situada al sur de la provincia, entre los partidos de Zafra y Almendralejo. El terreno es quebrado pues pertenece a las ramificaciones de Sierra Morena, en la cuenca del río Ardila, estando en las carreteras de Badajoz a Huelva. En este término existió el pueblo llamado Aguilanejo, cuyas ruinas se encuentran en el camino de Segura de León; existió un convento o casa de los Templarios, habiéndose hallado cimientos muy antiguos, monedas romanas, etc., por lo que se supone que en los alrededores tuvo la ciudad de Vultimaco, así llamada hasta la época de las guerras civiles entre César y Pompeyo, la que tomó el nombre de Contributa Julia. En el cerro de los Castillejos se ven construcciones ciclópeas, monolíticas y grandes piedras o cantos, de lo que pudo recibir su actual nombre. En esta villa combatieron los generales españoles Butron y Carreras, en septiembre de 1810, contra los invasores franceses.

Sus principales producciones son cereales, garbanzos, hortalizas, algo de vinos y aceite, existiendo también telares de lana para jergas.

No quisiera al visitar este pueblo dejar de decir algo relacionado con una de sus más grandes glorias; seria tanto como buscar la quimera con el amor propio de sus vecinos. Hay que evitarlo ¿cómo? haciéndoos saber un documento, cuya copia literal es la siguiente:

«Don Manuel Alemán Carbajal, párroco arcipreste de Fuente de Cantos. Certifico: Que en libro tercero de bautismo, folio ciento setenta, se encuentra la siguiente literal partida: «En la villa de Fute. de Qts. a siete días del mes de Noviembre de mil quinientos y noventa y seis años el Sr diego martinez montes cura de la dca villa bautizó a un hijo de Luis de Zurbarán y de su mujer Isabel Márquez, fué su padrino pedro gaia del corro, presbítero, y la partera maría domínguez a los quales se les Exhortó el parentesco y la obligacion que tienen y se llamó franco. y lo firmo. Diego mnz. Montes. Rubricado.—Y para que conste, expido la presente en Fuente de Cantos a trece de enero de mil novecientos treinta y siete. Manuel Alemán. Rubricado.—.Hay un sello en tinta violeta que dice: Parroquia de Nuestra Señora de la Gra­nada. Fuente de Cantos.

¿Conocéis la partida? Yo os felicito por la gloria de vuestro pincel.

***

El culto y amable camarada José Fernández Jurado, secretario de las J.O.N.S., es el que cariñosamente se pone a mi disposición para informarme, haciéndome objeto de toda clase de atenciones y dándome las facilidades nece­sarias.

En este pueblo al iniciarse el movimiento, precisamente el mismo día 19, y en las horas primeras de su día, se notó de manera patente el predominio y arraigo de las ideas extermina­doras de la ola soviética, pues es este pueblo extremeño, sin duda entre los de mi ruta, en el que existía más completa y precisa la organiza­ción criminal de extrema izquierda, tal vez por el efecto del eco de la voz de la Nelken y sus «conspicuos», que alcanzaron su candidatura por esta demarcación. Es quizás este pueblo el primero en España en que empezaron a cum­plirse los monstruosos propósitos de esta plebe hidrófoba.

Uno de los primeros detenidos es el camarada, Francisco Perera Salguero, obrero, de pro­fesión organista, que lo hago llamar a mi pre­sencia, y a las preguntas que le hago me contesta haciéndome el siguiente relato: El día 19 de julio, y a las cinco de la mañana, se pre­sentaron en mi domicilio unos cien salvajes, los que iban armados de escopetas, palos, hachas, espadas y otras armas por el estilo. Con pala­bras amenazadoras y groseras, propias de estas turbas, me requirieron a que les entregara las llaves de la parroquia, que por la categoría de mi cargo tenía en mi poder; yo me negaba siem­pre buscando evasivas. Tras un minucioso ca­cheo, rodeada mi cabeza de pistolas criminales, me llevan detenido al domicilio del coadjutor encargado de la parroquia, siendo objeto de una de las más conmovedoras palizas, a golpes de palos, culatazos, sables y hasta con una maza de hierro, por lo que me encuentro con estas heridas. (Me muestra el cuerpo y aún se apre­cian, por su gran pronunciación, cicatrices de gran tamaño en el tórax, costado, antebrazo, frontal y parietal; heridas algunas cuyas cicatrices han de ser la mejor prueba del proceder de los monstruos.) Soy conducido y encerrado en uno de los departamentos de las Casas Con­sistoriales; allí me encuentro con 62 personas ya detenidas, entre ellas tres señoras; una de ellas, doña Matilde Nogales de Fernández, la cual llevaba consigo sus dos hijos, uno de cuatro años y el otro más pequeño, de pecho; don Francisco Herrera de Llera, juez de instrucción del partido; al camarada Federico García Romero, inspector farmacéutico municipal el cual se encontraba ya herido a causa de los golpes de maza recibidos, según pude poste­riormente informarme; al camarada Eusebio Gornago Fernández, secretario judicial (éste estaba enfermo crónico de gravedad desde hace varios años); al camarada Melitón Guillén, ofi­cial del Ejército retirado de Azaña; a don Pedro Jesús Gordo López de Ocáriz, abogado, y varios obreros más, de todos los cuales tenía el re­cuerdo confuso propio del estado lamentabilísimo en que me encontraba, recuerdo que he podido concretar con absoluta claridad des­pués.

Estas personas fueron mis compañeros de martirio en sucesivos días, aun cuando no lle­garon con ellos al refinamiento de crueldad de que a mí me hicieron víctima, a causa de haberme destinado a fines mefistofélicos, cuales son, por ejemplo, el de que fuera yo, una vez extin­guido el fuego de la iglesia parroquial, quien avisara a los que providencialmente lograron escapar de la catástrofe para que fueran salien­do de la iglesia, en razón a que los salvajes decían que les perdonarían la vida, más en rea­lidad, según pude oír, era con objeto de irlos asesinando conforme fueran saliendo, a cuyo efecto, me hicieron entrar en la expresada Igle­sia a empujones y por la portada que aún per­duraba el fuego; posteriormente destináronme a que fuera quien declarara que toda la horrible catástrofe la habían provocado las derechas, a quienes yo había entregado las llaves dé la iglesia parroquial que poseía en virtud de mi cargo, y que a consecuencia de eso ellas fueron quienes habían puesto en la parroquia bombas y líquido inflamable origen de la tragedia. En varias ocasiones, y sobre todo ante un llamado juez especial, quisieron obligarme con terribles amenazas (y hallándome recluido ya en la pri­sión, no obstante mis heridas de estado grave) a que declarara al tenor expresado, sin que lo consiguieran, y hubieran cumplido su promesa de asesinarme ante mis negativas sí al día si­guiente no nos hubiesen salvado la vida mila­grosamente las gloriosas tropas salvadoras de España.

En esta forma termina su relato el camarada Perera Salguero, primer mártir de la horrible tragedia local.

Como dejé anotado al principio de este infor­me, el secretario local me informa de las crueldades causadas por las hordas marxistas, co­munes ya a todas las numerosas víctimas de los hijos de Carlos Marx, en los términos si­guientes:

En la madrugada del día 19 del último julio, fecha inolvidable de la efeméride local, la fauna marxista lanzóse a la calle armada, como dejá­ramos apuntado antes, de escopetas, pistolas, algunos sables y espadas, palos, mazas y po­rras, dando comienzo al prólogo de la tragedia que había proyectado: allanamiento de morada, registros violentos domiciliarios, insultos, injurias y amenazas.

Dos de las víctimas, don Juan Márquez Real, propietario, y don Manuel Gutiérrez Pérez, in­dustrial, al ser llamados por las turbas tardaron algún tiempo en abrir sus puertas, pues habla­ban por teléfono con el teniente de la Guardia civil jefe de línea don Juan Díaz en demanda de auxilio, en evitación de los atropellos de que sabían les harían objeto la muchedumbre roja. Esta tardanza es pretexto suficiente para que en la casa del primero derriben las puertas, des­trozándolas, e irrumpan en ella como fieras, y para que en la del segundo suenen los primeros disparos, sin mayores consecuencias por esta vez.

Fueron detenidos cuantos ellos pensaron que no comulgaban con sus ideas, o mejor dicho, con sus instintos; esto fue en número de 56. Los llevaron conducidos al Ayuntamiento entre insultos y amenazas constantes, obligándoles a ir con los brazos en alto durante todo el trayecto.

Acompañaban a algunos de los detenidos sus respectivas esposas, en una noble resistencia a separarse de sus maridos, al leer la criminali­dad en la mirada de los verdugos, de que tal vez no volverían a verlos más. Una de dichas señoras, doña Matilde Nogales de Fernández, llevaba también (como ya dijera el camarada que me informó primeramente) sus dos hijos, de cuatro años uno de meses el otro, siendo todos los detenidos, y las señoras e hijos que les acompañaban, recluidos primero en el Ayuntamiento y posteriormente, a media mañana, conducidos a la iglesia parroquial, sita en la misma plaza y frente de las Casas Consistoriales. En dicho lugar quedaron encerradas las 56 personas, entre ellas tres señoras, los dos niños antes mencionados y los ya reseñados, como también unos doce o catorce obreros, siendo todos los demás propietarios algunos y la ma­yoría modestos labradores e industriales tam­bién modestos.

Al dar las tres de la tarde, las campanas de dicha parroquia comenzaron a doblar a muerto, y a tan lúgubre señal prendieron fuego a la iglesia, previamente rociada de gasolina y gas-ol, habiendo momentos antes tapado escru­pulosamente las rendijas de las puertas y ce­rrado las maderas de las ventanas todas, dejan­do la Iglesia a oscuras. Al doblar las campanas sonó la primera descarga cerrada contra las ventanas de la sacristía que dan frente al Ayun­tamiento, únicas que tiene la parroquia, y se­guidamente comenzó a arder ésta con todos los que se hallaban dentro, entre los que se pro­dujo la escena de terror y angustia que es de suponer, al comprender con razón lo que sin más remedio iba a sucederles, ante señales tan elocuentes.

Victimas del natural pánico al ver entrar las llamas en la sacristía, en cuyo departamento se hallaban todos encerrados, consiguieron forzar las puertas de comunicación con el resto de la iglesia, y mientras unos subieron a la torrecilla llamada del Padre Eterno, defendiéndose de las llamas y consiguiendo subir (pues las escaleri­llas que a ellas conducían, haciendo de chime­nea, absorbía el humo en gran cantidad, dificul­tando la respiración), otros, en número de doce, se refugiaron en un cuartito llamado de las ve­las, de unos dos metros cuadrados, en cuyo lugar, rompiendo algunos libros antiguos que allí había, con sus pastas echándose aire, se fue­ron defendiendo, aunque difícilmente, de la as­fixia. Otros, sin conseguir salir de la sacristía, se asomaban a las ventanas y portada principal en busca del aire que les faltaba e implorando con lamentos desgarradores caridad, más ape­nas eran vistos por las fieras marxistas, cuando éstas les hacían objeto de una descarga, vícti­mas de la cual fueron doce personas, entre ellas nuestros Camaradas el jefe local Francisco Bermejo Rubio, Fernando Carrascal Salamanca y Manuel Sánchez Boza, los cuales murieron he­roicamente (como los de su clase) al grito de ¡Viva España! y ¡Viva el Fascio!, según testimonio coincidente de todos los que con ellos se encontraban y que providencialmente consiguieron salvarse. También perdieron sus vidas don Juan Esteban Pagador, abogado; don José María Manzano, industrial; don Manuel Macías To­mas, industrial; don Luis Ibarra Pérez, labrador; don Andrés García Gómez, viajante de Comer­cio que accidentalmente se hallaba en esta plaza, y los obreros Francisco Álvarez Rojas, Antonio Díaz Lancharro Manuel Iglesias González y Fernando Pagador Rosario, todos los cuales, después de asesinados a tiros vilmente, fueron carbonizados quedándolos en tal estado que sólo algunos de ellos, muy pocos, pudieron ser reconocidos.

Heridos gravemente fueron, entre otros, don Daniel Rosario, labrador; don Venancio García, labrador; don Marcial Blanco Garrón, veterina­rio; don Melítón Guillén, oficial del Ejército retirado; don Pedro Díez Salas, labrador; don Federico García Romero, farmacéutico; don Manuel Maestre Benítez, estudiante, y Valentín Rey, albañil, Además, sufrieron síntomas de as­fíxia todos los restantes y perturbación mental don Fernando Fernández Márquez, padre de las dos criaturitas antes mencionadas, que por mi­lagro salieron ilesas.

Por donde el fuego lo permitía entraban tam­bién los salvajes en la iglesia, haciendo en su interior descargas cerradas, salvándose los que en la torre y en el cuartito de las velas se cobi­jaron, por ignorar la plebe la existencia de las puertas de entrada a dichos lugares, que estaban bastante desfiguradas y ocultas por el retablo del altar mayor, más como se dieran cuenta que en la torrecilla había gente, obligaron, como ya dejamos dicho, al camarada Francisco Perera para que les avisara para salir, pero los salva­dos por la Providencia, viendo la intención que llevaban, negáronse a salir como no fuera entre rojos que le garantizaran contra la furia.

Entre ellos salieron, en efecto, teniendo que pasar por entre los muertos, y fueron conduci­dos de nuevo a una habitación interior del Ayuntamiento, donde pasaron la noche en la expectativa angustiosa y tan imposible de des­cribir.

Digno de mención es, por revelar la psicolo­gía de la muchedumbre marxista, que ésta, durante la catástrofe de la iglesia, ebria de alegría, gritaba, alentaba y aplaudía sin cesar a los escopeteros, especialmente cada vez que éstos hacían blanco en alguno de los recluidos en la Parroquia, animándoles incesantemente y «consolando» a las víctimas con frases como éstas, repetidas sin cesar: «Los bistec hacedlos delgaditos, que es como le gustan a los señoritos» y «Ahora, por vuestras mujeres».

Mediada la mañana del día siguiente, fueron conducidos los detenidos del Ayuntamiento a la prisión, con la sola excepción de tres o cua­tro de los heridos más graves y que ellos esti­maban que no pasarían de aquel día, los cuales fueron llevados a sus domicilios.

En días sucesivos en la cárcel amplióse con­siderablemente el número de detenidos, siendo víctimas constantes de amenazas, vejaciones, insultos y humillaciones por parte de la guardia roja, del mandadero de la prisión y de uno de los oficiales de ella, el cual llegó incluso en una ocasión a entregar las llaves de la cárcel al al­calde Socialista, quien con los suyos, Dios sólo sabe lo que hubiera hecho de no haberlo evitado el otro oficial de la prisión, don Vicente Mata Herrezuelo, quien con una valentía y arro­jo, llevados al heroísmo, inmediatamente y con energía le reclamó las llaves, evitando una vez más las trágicas consecuencias de las inhuma­nas ansias de sangre de las bestias rojas, pues ya en anteriores ocasiones dicho benemérito oficial contuvo a los salvajes en horrorosos atropellos que quisieron cometer, siendo por esto la única esperanza de los detenidos, a quienes constantemente procuraba animarles, dándoles auténticas noticias y sirviéndole siem­pre de ángel tutelar, con la natural exposición por su parte.

Proceder de la canalla, destrucción, robos y saqueos

Prohibido terminantemente por el Comité y guardia roja a terceras personas el llevarles las comidas a los recluidos en un ambiente de hos­tilidad y atropello que ni imaginarse puede, los familiares de los detenidos tenían que lanzarse a la calle todos los días tres veces para cumplir este menester, sufriendo constantes humillacio­nes de la guardia de la prisión, quienes regis­traban los comestibles con toda «escrupulosi­dad», examinaban por dentro los bollos de pan, partiéndolos por si algo iba dentro y vertían parte del contenido de los termos, siempre café o leche, en un examen detallado y minucioso de la clase de bebida.

Mientras tanto, la ya pobre ganadería y cosecha eran totalmente destruidas por el robo es­candaloso ordenado por el propio Comité. Las casas eran constantemente saqueadas y quema­dos totalmente todos los archivos oficiales, des­truyendo salvajemente el del juzgado de Ins­trucción, aprovechando dicha ocasión para apoderarse de 3.000 pesetas del señor juez y de un reloj de oro. También fueron completamente destruidos el protocolo notarial, el archivo del Registro de la Propiedad, el de la Comunidad de Labradores y el de juicios de faltas del Juzgado Municipal. Se apoderaron de algunas alhajas que llevaban los muertos en la iglesia. En la ermita del Cristo destruyeron todas las imáge­nes con hachas y azadones, y entrando por los tejados, en la iglesia del Carmen, también des­truyeron algunas imágenes, entre ellas una de la Virgen de las Angustias, talla del siglo XVI, de bastante mérito artístico.

Prostitutas de la población y otras mujeres de la más baja calidad, acompañadas de varios rojos, penetraron violentamente en el convento de clausura de las Carmelitas Descalzas y, mo­fándose de ellas e injuriándolas, las desnuda­ron, vistiéndolas de seglares y poniéndoles prendas a su capricho; entre risas y alborozos las echaron a la calle, teniendo que ser recogi­das en distintos domicilios de personas piado­sas. En la iglesia de Nuestra Señora de la Hermosa establecieron la Cruz Roja, en la cual actuaban de enfermeras y guardianes individuas y personajes de la más baja esfera. A los médi­cos y practicantes les obligaron a hacer visitas con bata blanca y el brazalete de la Cruz Roja, los que iban continuamente custodiados por es­copeteros, recluyéndolos los últimos días en la Cruz Roja que, aunque en su calidad de sanita­rios, realmente estaban como detenidos.
En la noche del 4 de agosto los deseos de sangre de las turbas llegaron a tal extremo que acordaron el asesinato de todos los encarcela­dos; esto llegó a oídos de sus familiares, y en un acto de verdadero heroísmo, lanzáronse a la calle las madres, esposas, hijos y hermano, y apostándose a las puertas de la prisión, defendieron con sus lamentos, lágrimas y con sus propios cuerpos, la entrada de los furiosos, que a todo trance intentaban terminar criminalmente con los detenidos, no efectuándolo por haberse dado cuenta encontrábanse ya las tropas salvadoras en las proximidades del pueblo, por lo que huyeron cobardemente, dando una vez más claras muestras de su «virilidad», pues anteriormente, en otra ocasión, cuando se hallaba en toda su fuga el incendio y la barbarie que tuvo lugar en la igle­sia, apenas vieron asomar una pareja de la Guardia civil, las fieras corrieron despavoridas en desbandada, quedando desierta la plaza, teatro de sus hazañas.

Dirigentes y ejecutores

Puede decirse, sin temor a equivocarse que la dirección de todas estas salvajadas reseñadas y de algunas otras imposibles de describir, ni de retener, no es de carácter orgánico desde el punto de vista local; es decir, que si todo obedecía al plan impuesto por los Co­mités centrales de las distintas organizaciones revolucionarias, en esta localidad, y por sus detalles, no fue el Comité revolucionario, órgano puramente formulario, el que dirigió la que pudiéramos llamar revolución marxista local, sino que aquélla tuvo un carácter eminentemente personalista e individual, estando a cargo la dirección de individuos determinados, los «cons­picuos rojos», los cuales, unos formando parte del Comité y otros sin formarlo, fueron los que llevaron la voz cantante, y, por tanto, los más auténticos responsables, encontrándose entre ellos los siguientes:

Alfredo Hervías Sánchez, farmacéutico e inter­ventor de Fondos municipales; Teófilo García (a) el «Gallino», Presidente de la Casa, del Pue­blo e industrial, quien se fugó con más de 150.000 pesetas procedentes de robo; Luis Alva­rez (a) el «Cabezota», obrero y presidente local del Partido Comunista; Leovigildo, el célebre relojero y más célebre todavía pos sus estafas con las máquinas tragaperras y sus trampas en el juego; José Lorenzana Macarro, alcalde perpetuo socialista (hornero), el que afortunadamente ha sido capturado en una batida por el campo dirigida por el jefe local de Falange, quien lo detuvo y condujo a la Comandancia militar.

Entre los ejecutores criminales, de agudos instintos sanguinarios y autores de las mayores atrocidades figuran, en primer término, José Macarro (a) el «Chato Macarro».

Este sujeto es bajo de estatura, usa gafas con montura de conchas, que sostiene con equilibrio en un remedo de nariz, origen de su apodo; es extraordinariamente feo y de un aspecto criminal y repugnante, fiel retrato de sus instintos; le faltan casi todos los huesos de la boca, lo que acaba de dar a su fisonomía una impresión verdaderamente aterradora; por e1 llamado Gobierno rojo ha sido elevado a la jerarquía de Teniente de Milicias; al frente de su columna va sembrando los crímenes más horrendos y el terror por donde pasa, y habiendo actuado su columna en Campillo de Llerena se le supone, con razón, uno de los principales autores de todo el refinamiento de crueldades que dicha población ha sufrido.

Modesto Macarro. Este es de estatura casi gigante, individuo de pésimos antecedentes penales, siendo el ejecutor de bestialidades como las cometidas en el Juzgado de Instrucción, siendo quien detuvo a su titular; afortunadamente, también capturado por la Falange de Montemolín en una batida.

Juan Guareño, cuñado del «Gallino» (de quien ya hablamos) y brazo derecho de dicho individuo.
Estos han sido los verdaderos ejecutores de todos los atropellos cometidos en esta localidad durante la dominación roja, duradera hasta el 5 de agosto, en que dio fin a dicha dominación el glorioso Ejército salvador, representado por la columna del teniente coronel Asensio, de la cual formaba parte el capitán Navarrete, quien fue el primero que penetró en la prisión y puso en libertad a los detenidos al grito de ¡Viva Espana!

***

No podría marcharme para seguir mi infor­mación en pueblos inmediatos sin dar a conocer el proceder ejemplar, por lo suicida, podríamos decir, llevado a cabo con la actuación digna del médico forense de esta localidad don Félix Capote Gómez y los titulares don Antonio Saban Naranjo y don Miguel Ángel Ruiz de Vargas, pues como hemos dicho, el mismo día en que se inició, con todas sus consecuencias, el dominio rojo, se cometieron las reseñadas atro­cidades; por este motivo los dirigentes de la turba parece ser querían a todo trance dar un viso de legalidad a los asesinatos cometidos, y, sobre todo, demostrar habían provocado los individuos detenidos su propio calvario y de­sastre. Para ello, con motivo del llamado juez especial que para depurar hechos habían envia­do desde la capital, ordenáronle a los mentados doctores efectuaran la autopsia, y con amenazas y coacciones, dirigidas de cierta manera, les indicaban certificaran la misma de manera tan rara cómo falsa y que pudieran ser testimonio de alguna calumnia al atribuirle los crímenes.

Para llevarlo a efecto, se dirigieron al Cemen­terio acompañando a los repetidos profesionales varios matones e «intelectuales» de los Comités, para que con su presencia se coartaran de re­dactar la exactitud de la práctica médica; pero anteponiendo la dignidad profesional y humana al temor de la propia muerte, mientras dos doctores practican la autopsia otro va escri­biendo el resultado de la misma, que en voz alta, sin temor alguno a los presentes, le dictan los del trabajo manual, cuya autopsia o copia literal de la certificación es la siguiente, realiza­da con fecha 20 de julio:

[...]

En coche «Balilla» que nos proporciona la Je­fatura local de Falange, tras un recorrido de 21 kilómetros de buena carretera, llego a Monesterio.

Tomado de: González Ortín, Rodrigo, Extremadura bajo la influencia soviética, Tip.Gráfica Corporativa, Badajoz, 1937, pp.157 -161