jueves, 28 de enero de 2010

EXTREMADURA BAJO LA INFLUENCIA SOVIÉTICA (XV): ALMENDRALEJO

XX.- Las teas humanas del patio de la cárcel de Almendralejo

Se encuentra al centro de la provincia, abra­zando la llanura conocida por Tierra de Barros. Limita al Norte con el partido de Mérida, al Este con los de Castuera y Llerena, al Sur con los de Fuente de Cantos y Zafra y al Oeste con los de Jerez de los Caballeros, Olivenza y Ba­dajoz.

Los únicos montes que tienen alguna impor­tancia se forman a Oriente, en la llamada sierra de Hornachos.

Las aguas corresponden a la cuenca del Gua­diana. El río Matachel riega la mitad oriental del territorio; absorbiendo diversos arroyos, mientras la zona occidental está bañada por los ríos Guadajira y Lentrin.

Ciudad con unos 18.000 habitantes, a 58 kiló­metros de Badajoz, con estación de ferrocarril. La campiña es muy feraz, produciendo abun­dantes cereales, aceite y vinos. En sus dehesas se mantienen millares de cabezas de ganado lanar, vacuno y de cerda. Hay fábricas de alcoholes, de harinas y de electricidad.
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Debe su origen la población a varios labradores de Mérida que el año 1228 se establecieron en este sitio, donde había un almendralejo o pequeño almendral, que es de donde tomó el nombre que hoy lleva.
En 1324 se declaró aldea dé Mérida y en 1536 compraron a Carlos V el titulo de villa; siendo sus campos en 1810 y 1812 teatro de grandes operaciones militares.

En esta ciudad se encontró el gran disco de Teodosio, que se custodia en la Real Academia de la Historia.

Entre sus esclarecidos hijos se cuentan don José de Espronceda, hijo de un jefe militar que circunstancialmente hubo de llegar a la ciudad con su familia por el año 1810, en uno de los naturales vaivenes de la campaña de la Inde­pendencia. Poeta romántico de altos vuelos, mezclado en azares políticos. Murió en 1842.

Carolina Coronado, poetisa eminente. Nació en 1823 y falleció el 1911. La sentimental histo­ria de su vida, magníficamente cantada por Án­geles Morán, nos ofrece estos singulares rasgos: «Joven, niña todavía, cuando no habla salido aún de Almendralejo, escribió su primera canción en que lloraba la muerte de una alondra, aquella alondra que tuvo la fortuna de ser ente­rrada junto a una encina por sus manos infan­tiles, sirviéndole de sudario el papel que reco­gió el primer canto de una inspiración tan dulce y tan alta. Trece años tenía cuando escribió «Las Palmas»... ¡Estos fueron los hijos que ha un siglo llenaran de gloria su pequeña Patria; la perversidad de los de hoy llenáronla de asom­bro y lágrimas!

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Siendo mis deseos el recoger la más fiel y exacta información de los sucesos acaecidos durante el predominio salvaje, hube de dirigir­me a los supervivientes de la horrible catástrofe, don Alfonso Iglesias Infantes, don Antonio Martínez Lora y doña Josefa Valenzuela de Blanco, los que, con la amabilidad que les ca­racteriza, me relatan y dan conocimiento de los siguientes extremos:

En esta ciudad, desde las elecciones del triste 16, es decir, con bastante antelación al 18 del último julio, observóse la intensidad con que llevaban a efecto el cumplimiento de los postu­lados de sus doctrinas o teorías disolventes, por las que llevaron a efecto la masa obrera incautaciones de distintos edificios de los prin­cipales enclavados en esta población, donde establecieron sus distintos Sindicatos, apropián­dose asimismo de cosechas y dinero. Pero el día 19 fue cuando se aumentó la barbarie, dando principio por la detención de unos cuarenta se­ñores de esta buena sociedad, los que fueron llevados al edificio de la cárcel, donde sufrieron los mayores tormentos.

La plebe de esta ciudad parece no estaba dis­puesta a que los familiares de los detenidos que­dasen sin participar de los mismos tormentos, pues al llevarles éstos las comidas, los milicia­nos de guardia les dirigían groseros insultos, y, tras maliciosa burla, hacíanles guardar turno en una fila que, formada por señoras, ponían al sol, optando por estudiados y bajos procedimientos para dar un curso paulatino en la recogida de fiambreras y canastos, hasta el punto de que en algunas ocasiones les hacían esperar hasta tres horas, durante las cuales, y en sus sufrimientos, no dejaban de ser el sainete de la hez, ya que las hembras de los salvajes se concentraban en las inmediaciones del edificio a esta hora, pro­rrumpiendo en insultos que se mezclaban con carcajadas provocativas de unos estetas al ob­servar en dichas señoras los demostrativos ges­tos de padecimiento producidos por los azotes de la estación, espectáculo cruel que vino repitiéndose durante los veinte días de la domi­nación.

Para hacerse una idea todavía más exacta de los instintos abominables de éstos, baste decir que al llevar la comida al detenido Juan Rome­ro su anciana madre, doña María Muñoz, debi­do a estas circunstancias, personas piadosas le facilitaban una silla con que poder soportar las molestias reseñadas, a lo que los rojos, grose­ramente, se opusieron, amenazándole de muerte si volvía a «permitirse tal comodidad».

En el edificio de la cárcel permanecían los elementos más peligrosos para los rojos, y am­plia prueba de ello es el que los que ingresaban en ella eran en concepto de condenados a muerte.

Como las turbas invadieran los tres Bancos Sucursales que hay en esta ciudad para ver las cuentas corrientes que tuviera cada señor de los detenidos, una vez enterados, se dirigieron hacia la cárcel, provistos de talonarios de che­ques que al efecto consiguieron; allí, amenaza­dos y encañonados con escopetas los detenidos, les exigían firmasen los mismos por la cantidad que se les antojaba; otras veces, y esto con bastante frecuencia, de manera violenta y alar­mante, obligaban a los detenidos a que entraran en pequeños calabozos, donde tenían que estar apiñados, siéndoles casi imposible la vitalidad por la falta de oxígeno.

A doña Josefa Valenzuela de Blanco, que su­frió detención en compañía de 150 señores, golpeáronla fuertemente con un cuadro que existía en la celda que le servia de prisión.

Análogo trato dieron al resto de los deteni­dos, sobresaliendo el dado al vecino conocido vulgarmente por Gil Robles, a don Félix García de la Peña y a don Jesús Gómez, catedrático con ejercicio en Mérida; al segundo de los nom­brados hiciéronle perder el juicio, y al tercero quemáronle las pupilas, a cuyo electo, refina­damente, tomaron una vela, y las gotas de cera que de ella se desprendieran fueron las que utilizaron para este incalificable fin.

Esta actitud se producía con más intensidad en los rojos al tener conocimiento de alguna desagradable noticia dé carácter bélico en la marcha de sus ejércitos, como era la pérdida de algún pueblo u otro cualquier desastre.

La horrible tragedia en el patio de la cárcel

El día 6 de agosto, y al tener conocimiento de que las fuerzas nacionales se encontraban en las proximidades de Los Santos de Maimona, a todos los detenidos de la cárcel los pasaron al patio de la misma, cerrando fuertemente la puerta que comunica al interior para que de ninguna manera pudieran refugiarse (esto fue en la noche), y a las tres próximamente de la madrugada del siguiente día echaron a vuelo las campanas, señal convenida seguramente para efectuar el reparto de armas que en la no­che anterior, y procedentes de Madrid, fueron traídas al Ayuntamiento.

A las doce de este día, y por haber observado que las tropas nacionales habían pasado del pueblo de Villafranca, dirigiéndose hacia éste, desde el exterior del patio de la cárcel, por es­caleras colocadas en una de sus tapias, en el corral colindante de un vecino, se asomaba una cabeza de rojo como en exploración, e inme­diatamente es arrojada a dicho patio la primera bomba de mano, que fue, sin duda, la que más daño causó en los indefensos por cogerles to­talmente desprevenidos; sucesivamente, y con el desenfreno del envenenamiento, siguieron arrojando bombas hasta el número de diez, mas como los autores asomáranse nuevamente y observaran que aún había señales de vida en algunos de los detenidos, valiéndose de un cubo, y a boleo, rociaron desde las mismas ta­pias gasolina a los presos y patios, y una vez hecha esta operación, cogían algodones impreg­nados y, encendidos, los arrojaban para que se produjera el incendio.

La imposible descripción del monstruoso es­pectáculo lo epiloga el que, para rematar (por si alguno quedaba todavía con vida), empezó un rápido tiroteo de fusil sobre el repetido pa­tio, habiendo resultado de los cuarenta deteni­dos que existían, 25 destrozados por las bom­bas y totalmente carbonizados.

Verdaderamente novelesco parece el cómo pudieron salvarse de este infierno de metralla y balas el resto de los detenidos. Sin duda alguna ha sido la Divina Providencia, representada para unos, en una cocinilla con techumbre de cinc que existía en aquel lugar y que les sirvió de refugio, teniendo que utilizar, podríamos de­cir, como valla infranqueable del fuego y las balas, la que quedó hecha con los propios ca­dáveres de los mártires al caer en este estado amontonados unos sobre otros a la entrada de la mencionada cocinilla; para otros, el que las llamas del patio fue obstáculo para los propios que la produjeron (castigo del Supremo), pues llenas las paredes de gasolina, las llamas pro­ducidas al incendiarse se elevaban a gran altu­ra, impidiéndoles, por tanto, a los que dispara­ban, hacer con precisión la puntería.

Digno de reseñar es la serenidad con que procedió don Alfonso Iglesias; serenidad sin duda que le ha valido para poder comentar el caso, siendo su salvación un verdadero milagro; pues una de las víctimas, don Juan Alcántara, se encontraba refugiado con el cuerpo de dicho señor y en tal posición recibió el tiro de fusil en la garganta que le produjo la muerte instan­táneamente.

El señor Iglesias, también milagrosamente, fue salvado con anterioridad, y como digo sin duda alguna por la serenidad llevada a efecto, pues viendo que el fuego iba a alcanzarle y prender las ropas impregnadas de gasolina, desnudóse completamente, por cuyo motivo no sufrió más que algunas quemaduras en los pies y piernas y herida de metralla en la pierna iz­quierda.

También quiero hacer reflejar la iniciativa, que siendo magnífica en propósito, pudo haber sido trágica en consecuencias; fue tal la idea concebida por los detenidos Miguel Villena, obrero albañil, y Pedro López Cabeza:

Éstos intentaron desesperadamente coger la vigueta de hierro que sostenía la techumbre de la cocinilla para dar golpes sobre la puerta que comunicaba al interior de la cárcel, y, una vez destrozada, refugiarse en éste; pero al intentar efectuarlo recibieron la descarga que les produ­jo la muerte; de haber conseguido este propósi­to, como antes indico, tal vez hubiera sido más trágico el final del resto de los detenidos, ya que al quitar dicha vigueta hubiese caído el techo de la cocinilla, fomentándose el fuego en las mismas proporciones que el cinc antes impedía.

Los que perecieron en repetido edificio de la cárcel son: don Javier Merino Martínez y sus hijos don Antonio y don Saturnino; los tres her­manos don Pedro, don José y don Antonio Ló­pez Cabezas; don Manuel González y González, don José Terrón Vargas, abogado; don Ángel López Crespo, don Francisco Cabezas Gallardo, don Juan Alcántara y Alcántara, don Juan Pe­dro Arias Merchán, don José Cano Gómez, don Manuel González Ojeda, don Domingo García Vélez, don Manuel Nieto Marín, don Antonio Santos Alcañiz, don Máximo Álvarez García, don Miguel Villena Ballesteros, don Alberto Díaz de Toro, don Francisco García Barrientos, don Manuel Bordallo Víziazo, don Agustín Ló­pez Navarrete, don Manuel Guillén Ramos y don Juan Limón Borrero.

Por los efectos de la metralla han sufrido la pérdida de una pierna los detenidos en Las Monjas don Aquilino de la Hera Marcos y don Francisco Díaz de Toro.

A consecuencia del proceder de la plebe, ha sido completamente destruida la parroquia.

La calidad de los dirigentes y ejecutores nos la hacen ver sus ilustres apellidos

Cuéntanse como principales dirigentes y au­tores de los repugnantes hechos: «el Botello», «el Conejo», «el Núo», «el Hermanito», Manuel Pérez «el Sombrerero», y las rameras conocidas por «la Ramona» y «la Sopa», encargadas de apalear a los detenidos; autores igualmente de los asesinatos cometidos con los detenidos en el convento de las monjas, y que fueron don José Jiménez Marcos, oficial del Ayuntamiento, y los obreros Guillermo Barroso Álvarez y Manuel González Dorado.

La serenidad de un detenido salva la vida de muchos

No sería justo el no hacer resaltar la sereni­dad, valentía y heroísmo llevado a cabo por el también detenido en el patio de la cárcel, el joven oficial de Artillería don Jaime Ozores Marquina, quien recogía con una manta, y cuan­do venían por el aire, las bombas, quitándoles la mecha, evitando con esto la explosión de muchas, al mismo tiempo que ordenaba a los que aún permanecían con vida se arrojaran al suelo sin hablar, salvando así la vida de mu­chos.

Después de haber estado unos minutos co­mentando la obra de «España en llamas» con el serio, pero muy simpático, jefe comarcal cama­rada Carlos Novillo, con quien presencié la representación de la misma en el teatro Caroli­na Coronado, me dirijo a Mérida.

Tomado de: González Ortín, Rodrigo, Extremadura bajo la influencia soviética, Tip.Gráfica Corporativa, Badajoz, 1937, pp.175-185